Una imagen como esta hace reflexionar y nos recuerda que aún sigue muy presente la costumbre, muchas veces inconsciente, de etiquetar a los niños.
Desde que en la familia se espera la llegada de un bebé, las expectativas que tenemos los adultos empiezan a surgir sin apenas conocer al nuevo miembro de la familia.
«Será un máquina».»Con lo que es su padre…, seguro que sale algo gamberro…». Ilusiones, expectativas y miedos de los adultos acerca de la personalidad y el temperamento de los niños surgen durante todo su crecimiento; es algo normal. Pero, ¿qué pasa si condicionamos el comportamiento de un niño con adjetivos que le encasillen, ya sean positivos o negativos? ¿Por qué tendemos a etiquetarnos?
«Laura es una torpe, siempre se cae cuando tiene que montar en bici. Desde bebé ha sido muy vaga», «Dani no sabe dibujar, mejor que haga otra cosa porque no se le da bien hacer personas, casas…», «¡Qué desastre!, eres muy desordenada, no hay nada que hacer contigo». «A ti siempre se te han dado mal las matemáticas, ¿cómo vas a estudiar una carrera que tiene tanta matemática?». ¿Te gusta que te encasillen o te definan por algo que has hecho de forma puntual? Los niños creen en los padres. Cuando les decimos una y otra vez que son encantadores, que son los príncipes o princesas de la casa, que son guapos, listos, inteligentes y divertidos, se convierten en eso que nosotros decimos que son. Por el contrario, cuando les decimos que son tontos, mentirosos, malos, egoístas o distraídos, obviamente, responden a los mandatos y actúan como tales. Aquello que los padres ,o quienes nos ocupamos de criar, decimos, se constituye en lo más sólido de la identidad del niño.
Los niños no tienen más virtudes unos que otros. Ahora bien, el niño no suficientemente mirado, mimado, apalabrado y tomado en cuenta por sus padres, dará mayor crédito a sus discapacidades. Y sufrirá. En cambio el niño mirado y admirado por sus padres, amado a través de los actos cariñosos cotidianos, contará con una seguridad en sí mismo que le permitirá erigirse sobre sus mejores virtudes y al mismo tiempo reírse de sus dificultades.
Los adultos, al igual que los niños, no tenemos una personalidad estática en el tiempo. Cambiamos y nos comportamos según las oportunidades que nos dé el ambiente en el que nos encontremos.
Cuanto menos etiquetado esté un niño, más fuerte será su autoestima. Incluso, si nos excedemos en etiquetarles con adjetivos positivos «guapo, listo, obediente…», no le estaremos haciendo ningún favor. Clasificar a los niños por sus facultades, carencias, aciertos o errores, puede hacer que se perciban a sí mismos de la manera en la que nosotros les percibimos y no como ellos se sienten y ven.
Si nos damos cuenta que nuestros hijos sufren, si tienen la auto estima baja, si tienen vergüenza, si se creen malos deportistas, malos alumnos, o que no están a la altura de las circunstancias, si les cuesta hablar, relacionarse, jugar con otros, si suponen que son lentos, o si son víctimas de las burlas de sus compañeros; nos corresponde accionar a favor de ellos, ya mismo. Lo peor que podríamos hacer es exigirles que asuman solos sus problemas. Al igual que los niños, tú eres tú, a veces eres más bromista, con otras personas te sale ser más serio, con la familia, más ordenado; con los amigos, más caótica; torpe en lo que no controlas tanto, y segura en lo que se te da genial.
Dejemos las etiquetas cosidas a los muñecos, y veamos a los niños que tenemos cerca diferentes en cada una de sus facetas.
Fuente: Marta Rueda (psicóloga y psicomotricista infantil)Muñecos Fluff. Extracto de un artículo del libro “Mujeres visibles, madres invisibles” de Laura Gutman
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